La cultura viaja en tren
La historia de la humanidad nos da cuenta que la imaginación ha llevado a crear inventos asombrosos y de otro mundo, como los ferrocarriles antiguos, o los trenes bala japoneses o los de alta velocidad en Europa, que eran inimaginables hace algunos siglos.
“Viajar en ferrocarril es como viajar en abstracto”, bromeaba Manuel Bretón de los Herreros, dramaturgo, poeta y periodista español, a mediados del siglo XIX. ¿Por qué? Los primeros trenes fueron máquinas monumentales de hierro y calor que a duras penas superaban los 9 kilómetros por hora; ante lo cual los periódicos londinenses decían: “Si alguien quisiera viajar tan velozmente, más vale ponerlo en la boca de un cañón y lanzarlo así de una comarca a otra”. Sin embargo, ¿qué hubiera pasado sin el avance del tren?
En los territorios de Chile, podemos seguir la línea de los trazados dibujándose entre rincones, recorriendo el eje vertebral del país. En pocos años el tren revolucionó la forma de conectar los territorios. ¿Qué significó a todo nivel? En 1851 se inauguró el Ferrocarril Caldera – Copiapó para el movimiento de carga mineral – unos 32 años antes de que existiera EFE –, mientras que en el resto del país las personas seguían transportándose a pie y a caballo.
El panorama comenzó a cambiar cuando en 1873 el Congreso autorizó al Estado la adquisición de las acciones de privados, adquiriendo toda la red sur del país, incluyendo los ramales. En este momento empezó a vislumbrarse la estrategia política sobre el tren. Para hacerse cargo de estas empresas funcionaron dos Superintendencias: una de Valparaíso a Santiago y la otra de Santiago al Sur.
La integración de las empresas ferroviarias de propiedad del Estado de Chile: el Ferrocarril de Santiago a Valparaíso, el Ferrocarril del Sur entre Santiago y Curicó, y el Ferrocarril de Talcahuano a Curicó y Angol se formaliza el 4 de enero de 1884, con una extensión de 948 km.
La idea del Tren Popular de la Cultura era la descentralización y fomento de la creación: arte para todos (y todas) declarada en las 40 medidas de Allende, donde se aspiraba a sentar las bases para la futura constitución de los Instituto Nacional del Arte y la Cultura; y las Escuelas de Formación Artística en todas las comunas. Con este objetivo, y con la importancia logística de ferrocarril en la época, se teje este proyecto.
La organización general estuvo a cargo de Waldo Atías, del Departamento de Cultura de la Presidencia de la República; y del espectáculo fue Enrique Noisvander -destacado artista de la mímica-, ambos coordinaron los ingredientes: sesenta artistas de las más diversas disciplinas artísticas, la música clásica y folklórica, teatro, danza; y humor; todo urdido como un grupo de artistas provincianos que quieren llevar a la televisión, y que son rechazados continuamente. La gira duró un mes, desde Puerto Montt hasta Santiago parando dos días en Osorno, Valdivia, Temuco, Lebu, Angol, Los Ángeles, Concepción -donde tuvieron yapa y se quedaron un día más, Chillán, Linares, Talca, Curicó, San Fernando y Rancagua, para rematar en Santiago.
Poco y nada quedó como registro, solo vive en la memoria de quienes vibraron con sus espectáculos. Carolina Espinoza, documentalista chilena y autora de “Tren Popular de la Cultura – Chile 1971” investigó los resabios de la iniciativa.
De cara a una nueva versión de los Trenes Culturales, que esta vez nos llevarán a activar diferentes trazados ferroviarios en el extremo norte del país, así como en el término del territorio continental, compartimos esta historia que nos hace reflexionar e imaginar las posibilidades de conexión para los trenes y las culturas.